jueves, 30 de julio de 2009

Hace años, le contaba a Facundo, un tanto borracho, hace años me dedicaba a perseguir fantasmas. Los acechaba en la sombra, mordisqueando un poco de la luz que ellos dejaban emanar de sí sin cuidado, anhelando la satisfacción de ciertos caprichos postergados. Alguna vez uno de ellos me descubrió. Sin alejarme de la sombra, el rostro velado a medias, la respiración suspendida, dejé que se acercara; posiblemente en su momento nada me importaba. Pareció reconocerme apenas. Sus ojos, vistos de cerca, me percaté súbitamente, habían perdido todo color. Nadaban en un pozo de rimel corrido esos ojos, esos ojos tan azules como los tuvo seguramente Rimbaud. Apenas notaba la oscuridad bajo la que cuidaba protegerme ante el crepúsculo del fantasma. Levantó lentamente la mano derecha, la acercó hacia mi rostro. ¿Y sabes qué pasó? Su mano atravesó mi cuerpo. Mi cuerpo se había vuelto una simple silueta, vacía de toda forma. La miré con cierta tristeza. Ella aceptó con sencillez la confirmación de sus sospechas. No se me ocurrió nada que decirle. Giró sobre sus talones y comenzó a caminar hacia el lado opuesto. Ahora se me ocurre que aún en este momento sigo viéndola irse.
Facundo roncaba tirado en posición supina. Recuerdo que se le podían ver los calzoncillos.

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